La noche que Pablo, el hijo universitario de Ana, fue asesinado ella se confinó en una prisión de amargura. El día anterior él había prometido viajar a casa de la universidad para atenderla, porque estaba enferma. En lugar de eso recibió una llamada de la policía con la trágica noticia de que su hijo había sido abaleado por un adolescente.
Ana era madre soltera y había criado sola a su hijo desde que él tenía ocho meses de edad. Pablo era todo para ella. El muchacho que lo abaleó fue sentenciado a cuarenta años de prisión. Ana fue aprisionada en una celda que ella misma construyó: la amargura. Después del trabajo regresaba a casa para llorar, gritar y andar desesperada de un lado a otro en su apartamento. Se apartó de sus amigas porque ellas no sabían qué hacer ante la angustia de ella. Ana no aceptaba las palabras de consuelo que le ofrecían. Se aisló y alimentó su ira; cada día fue creciendo la amargura y su prisión se hizo más dura.
La comisión de libertad bajo palabra recibía constantes comunicados de Ana para asegurar que el muchacho nunca saliera de la cárcel. Cada mañana ella despertaba con un solo pensamiento: «¡Ojalá ese muchacho se muera hoy!» Durante trece años lo único que pasaba por su mente eran pensamientos de venganza.
Mediante un programa de arbitraje Ana recibió la oportunidad de visitar al asesino de su hijo, que para entonces tenía treinta años de edad. Como «munición» llevó fotos de su hijo y sus zapatitos de bebé. «Si supieras cuánto amaba a mi hijo no lo hubieras matado», le dijo. Entonces el joven inclinó la cabeza y empezó a llorar. Ana le alcanzó un pañuelo, y en ese momento algo pasó en su corazón. Cuando notó que el asesino estaba avergonzado le inundaron sentimientos maternos.
La libertad del perdón
La vida de ese joven había sido muy dura. A los doce años de edad había visto a su hermano matar a un hombre. Él era muy joven cuando mató a Pablo. Ana por primera vez lo vio como un ser humano y no solo como un asesino. Hablaron por más de ocho horas. Ana tomó la mano del hombre que había asesinado a su hijo y en ese momento fue transformada. Experimentó libertad de la prisión del odio y la amargura que ella misma había construido. El asesino no pidió perdón pero Ana le dijo «te perdono»; y sintió que él estaba arrepentido. Las lágrimas de de este hombre lo comprobaron.
El joven asesino siguió encarcelado porque tenía que cumplir su sentencia. Pero Ana salió de esa visita en la cárcel una mujer nueva, libre de la prisión que ella misma había construido. No hay peor esclavitud que vivir presa de odio y amargura.
Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados (Hebreos 12:14-16).
Estragos de la amargura
La amargura es una prisión triste y solitaria. Lo peor es que nosotros mismos la construimos. Es una prisión que no solo afecta nuestro estado mental y emocional; también causa estragos en el cuerpo.
Se cuenta de un hombre que se amargó con su vecino porque éste tenía unas gallinas que atraían moscas, y las moscas lo molestaban. Se amargó tanto que se le elevó la presión sanguínea y empezó a tener fuertes dolores de cabeza. Finalmente decidió hablar con su vecino sobre el problema.
El vecino fue muy amable y prometió deshacerse de las gallinas. ¡Sorpresa! Cuando se fueron las gallinas desaparecieron también los problemas de salud de este hombre. Su presión sanguínea volvió a la normalidad y se fueron los dolores de cabeza. Por cierto, la amargura causa mu-chos estragos.
En su mayoría los médicos reconocen que la amargura y el resentimiento causan problemas de salud. Un médico reconocido cree que la mayoría de los que están hospitalizados tienen problemas causados por estrés mental, debido a resentimientos y amargura.
Como nos exhorta el escritor de Hebreos, debemos estar en paz con todos. Nada es tan reconfortante como vivir en armonía con las personas que nos rodean. La paz en el hogar es crucial. Paz entre marido y mujer, y paz entre hermanos. «¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!» (Salmo 133:1). Los que se dejan invadir por la amargura no solo afectan su propio cuerpo y alma sino también a los demás.
Habrá tropiezos
«Imposible es que no vengan tropiezos; mas ¡ay de aquel por quien vienen! Mejor le fuera que se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar, que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos.
»Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale» (Lucas 17:1-5).
Lo que dijo Jesús en este pasaje lo puedes leer de forma más amplia en Mateo 18. Allí está también la parábola del siervo que no supo perdonar. El rey le perdonó una deuda inmensa; pero él no pudo perdonar a su consiervo una deuda insignificante. Por ser tan arrogante fue entregado a los verdugos, hasta que pagase todo lo que debía.
Habrá «tropiezos»; nadie se libra. Cuando menos lo pensamos, alguien nos ofende. Pablo nos aconseja: «No se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Efesios 4:26).
Una ofensa que se deja sin resolver empieza un proceso de fermentación, y cuanto más pasa el tiempo peor se hace. Si dejamos que el enojo hierva en la caldera de la mente, por días, meses o años, se convierte en una profunda raíz de amargura
«Es imposible que no vengan tropiezos», dijo Jesús. Siempre habrá alguien que nos ofenda; eso no es pecado. Una ofensa se convierte en pecado cuando dejamos que la amargura nos invada el corazón.
Esaú tuvo motivo de amargarse con su hermano Jacob porque éste le robó por engaño la primogenitura. Se enojó tanto que decidió que cuando muriera su padre mataría a Jacob (Génesis 27:41). Pero al leer el relato bíblico vemos que venció este gran problema, porque cuando Jacob volvió de haber huido a Harán, hubo reconciliación (véase Génesis capítulo 33).
Alguien que, humanamente dicho, tuvo razón de amargarse fue José. Sus hermanos lo vendieron como esclavo, la esposa de Potifar lo acusó de violación sexual, pasó años encarcelado injustamente, y cuando por fin hubo alguien que podía interceder por él ante el faraón (el copero del rey), éste se olvidó de José. Pero en su vocabulario no había la palabra amargura. Perdonó a sus hermanos, los consoló, y les habló al corazón (Génesis 50:15-21).
David, el pastorcito de Belén que llegó a ser rey de Israel, por muchos años fue perseguido por el rey Saúl. Tuvo oportunidades de matarlo pero no quiso extender su mano contra el ungido de Jehová (1 Sam 24:6). Cuando el rey Saúl murió David lloró y lamentó su muerte (2 Sam 1:11,12). Buen ejemplo de perdón. Lo mismo hizo David cuando murió su hijo Absalóm, quien se había sublevado contra él (1 Sam 18:33; capítulos 15-18).
Esteban, el primer mártir de la iglesia cristiana, pidió que Dios no tomara en cuenta el pecado de quienes lo apedreaban (Hechos 7:60). Él pudo haberse amargado con los jefes religiosos que lo arrestaron. Pero nos dio buen ejemplo.
Jesús, nuestro gran ejemplo, tuvo amplio motivo para amargarse contra los jefes religiosos que constantemente lo acosaban y que por fin lograron que fuera crucificado. «¡Padre, perdónalos!» clamó en la cruz. Él nos enseñó a orar: «Perdónanos, como nosotros perdonamos.»
No importa cuán santo seas, cuán puramente vivas, te vas a enojar, o vas a hacer enojar a alguien. Es inevitable; Jesús mismo lo dijo. En el hogar, en las relaciones entre cónyuges y entre padres e hijos, va a haber roces, va a haber ofensas. ¿Cómo vencer esto? ¿Cómo tratar las ofensas para que no se produzca una raíz de amargura? ¡Con el perdón!
Ascuas de fuego
El apóstol Pablo da una enseñanza muy interesante en su Epístola a los Romanos, de amontonar ascuas de fuego sobre la cabeza de alguien que nos ofenda. Es cosa totalmente opuesta a la filosofía del mundo, que enseña a los niños que el perdón es señal de debilidad, que deben exigir sus derechos, que tienen derecho a ofenderse cuando alguien los ha tratado mal. Pablo, tomando ejemplo de uno de los proverbios de Salomón, habla de las ascuas de fuego (Rom 12:18-21; Pr 25:21,22). Hay que tratar al «enemigo» con bondad, dejar la venganza a Dios, vivir en paz… así, al «enemigo» le arderá la cara de vergüenza.
Problemas de la amargura
La amargura trae en sinfín de problemas, siendo una de las peores consecuencias la tristeza. Una persona amargada no es feliz. Las consecuencias, o resultados, se hacen notar en las relaciones entre cónyuges y en el ambiente general del hogar.
La amargura también afecta la adoración, porque un corazón amargo no puede acercarse confiadamente al trono de Dios. ¿Qué más? La amargura produce una actitud crítica hacia los demás, es motivo de dolor y enfermedades crónicas, trae depresión, y también produce un sentir de fatiga. Lo peor de todo es que no hay respuesta a las oraciones.
«Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.
»¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?
»Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas» (Mateo 7:7-12).
La promesa de respuesta a las oraciones está íntimamente vinculada con la Regla de Oro. Las palabras «así que» conectan lo que viene con lo anterior. Jesús habló de las buenas dádivas que Dios quiere dar a sus hijos… «así que» ¿qué?
La respuesta a la oración tiene mucho que ver con la forma en que tratamos a nuestro prójimo.
Veamos lo que dijo Jesús:
«Tened fe en Dios. Porque de cierto os digo que cualquiera que dijere a este monte: Quítate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, sino creyere que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho. Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá.
»Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas. Porque si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas» (Marcos 11:22-26).
Al estar orando, ¿qué debemos hacer? ¡Perdonar! Jesús hace una clara conexión entre la oración que mueve montañas y el corazón que perdona.
La amargura contrista al Espíritu de Dios
Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención.
Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo (Efesios 4:30-32).
Si deseamos recibir respuesta a nuestras oraciones tenemos que aprender a perdonar. De ninguna manera construyamos una prisión de amargura, como hizo Ana cuando su hijo fue asesinado. Es comprensible que ella estaba desconsolada; pero la amargura y el deseo de venganza no eran la solución.
Dios nos ayuda a perdonar
Dios quiere ayudarnos a perdonar. Muchas veces he tenido que orar: «Señor, no puedo perdonar a… Perdona tú por medio de mí.» Es maravilloso experimentar el perdón que Dios trae al corazón. Si no perdonamos, cerramos el flujo de las bendiciones de Dios.
Hace más de treinta años pasó algo trágico en nuestra vida y ministerio. No encontramos apoyo donde más lo necesitamos. Entró amargura en mi corazón. No quise saber nada con los hijos de Dios.
«No quiero a tus hijos –dije al Señor–. Pero tú no me has hecho nada. No puedo dejarte. Ayúdame a perdonar a tus hijos.»
Por la gracia de Dios pude alejar la amargura; pero era evidente porque varios amigos en Cristo me aconsejaron a que no dejara echar raíces a mi resentimiento.
Pasos para vencer la amargura
1. Reconoce que la amargura es obra de Satanás.
Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo (Ef 4:26,27).
El propósito del enemigo es matar y destruir; Jesús quiere darnos vida en abundancia (Jn 10:1). Todo lo bueno viene del cielo. «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación» (Stgo 1:17). Resiste a resentirte y amargarte.
2. No justifiques la amargura.
Debido al orgullo buscamos justificar nuestras acciones. Para impresionar señalamos las faltas de los demás y nuestros sentimientos negativos. Decimos: «No sabes el mal que me ha hecho y cuánto he sufrido. No puedo olvidarlo.»
El Señor quiere ayudarte a perdonar; pero nunca es aceptable que justifiques la amargura. Pide que Dios te ayude a vencer el resentimiento. Confiesa tu pecado.
El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia (Pr 28:13).
3. Arrepiéntete.
El resentimiento y la amargura son pecado. Hay que llamarlos por su nombre; es una táctica destructiva de Satanás. La primera carta de Juan se dirige a la iglesia y lleva una promesa de que Cristo nos perdona. Con toda humildad, confesemos este pecado tan destructivo.
Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1 Jn 1:9).
4. La venganza es del Señor.
A veces las injusticias que sufrimos son grandes, y puede parecer justificable amargarnos. Recuerda que la amargura es una prisión. No esclaviza al agresor sino al agredido. No te dejes esclavizar. Deja la retribución en manos de Dios.
No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor (Rom 12:19).
5. Perdona al ofensor.
Aunque no «sientas» perdonar, perdona de todos modos. Los sentimientos vendrán con el tiempo. Quizá nunca puedas «olvidar» el mal que te han hecho; pero el tiempo sana las heridas. No te encarceles en una celda de venganza. Sigue la exhortación de Jesús:
«Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente.
»Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos.
»Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.
»Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo.
»Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.
»Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles?
»Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mateo 5:38-48).
Perdona y olvida. No como se dice a veces: «Te perdono pero no lo olvido.» Esa es una sentencia personal para vivir en el pasado.
Solo Dios y su maravillosa gracia pueden ayudarte a perdonar de corazón y olvidar la ofensa. Eso te sacará de la celda de la amargura y podrás avanzar hacia el futuro con alegría.
6. El perdón debe ser constante.
Desde el momento que decidas perdonar, mantén esa actitud de gracia perdonadora. En el ejemplo que puse al principio, de Ana, que vivió esclavizada por el deseo de venganza durante trece años, vimos que vivía consumida por amargura. ¿Tenía motivos? Sí. Perdió a su único hijo por manos de un joven asesino. ¿Le trajo felicidad la prisión que construyó? De ninguna manera.
Digamos que tuvieras una pizarra en que escribieras a diario las ofensas, entonces, como hacen las maestras en la escuela, debes borrar cada noche lo escrito en esa pizarra, para que quede limpia y lista para el nuevo día.
No debemos dejar que el sol se ponga sobre nuestro enojo. Nunca empieces un nuevo día con las cargas que la noche anterior pusiste a los pies de Cristo.
7. Imagina la perspectiva de los demás.
Cada cual ve las cosas desde su perspectiva; pero hay también otros puntos de vista. Ponte en los zapatos del ofensor. Pregúntate cuáles son los motivos de su conducta.
Ninguno busque su propio bien, sino el del otro (1 Cor 10:24).
Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano (Rom 14:13).
Aunque pienses que tienes toda la razón y motivo justificado para resentirte, busca el bien de la persona que te ha ofendido; eso es lo que haría Cristo.
La amargura esclaviza; el resentimiento trae discordia. Como padres es nuestro deber dar buen ejemplo a nuestros hijos. En todo lo que hagamos, Cristo debe ser glorificado.
Si tienes una controversia con alguien, si hay algún asunto no resulto que te quita el sueño, si tienes resentimiento y amargura en tu corazón, acude a un líder espiritual por ayuda. De cualquier forma libérate de la esclavitud de la amargura. Deja que el Espíritu Santo obre en tu vida. Clama al Señor por ayuda, pide que Él perdone por medio de ti. Cuando caiga el peso de ese pecado de tus hombros te sentirás tan liviano como para volar.
Que Dios te ayude es la oración de mi corazón,
Hermana Margarita
Este mes el tema para el hogar es: Practica el perdón.